La palangana, que todavía agarraba con una mano, cayó ruidosamente al suelo y se hizo añicos. Un escalofrío le hizo estremecerse. Era imposible. Había muerto 20 años atrás, al menos eso le habían dicho. Había ido a visitar su tumba en las fechas señaladas, se había visto crecer, año tras año, en el reflejo del blanquecino mármol... No puede ser, se repitió una vez más. Inconscientemente, se llevó una mano al bolsillo y sacó el papel que había leído en el velatorio: “No he muerto”.
Había imaginado esta situación miles de veces. Hablarían durante horas sobre su vida y todo volvería a ser como antes. Ahora, de rodillas en el suelo, con su hermano mirándole a los ojos, no podía parar de hacer preguntas, preguntas que salían mudas de sus labios. Finalmente, él fue el primero en hablar.
Le explicó que cuando tenía 19 años trabajaba para un anciano que siempre le contaba increíbles historias de su juventud, todas ellas sobre grandes fortunas. Cuando murió, él era el único que aparecía en el testamento. ¡Y resultó que aquellas locuras sobre tesoros escondidos eran ciertas! Teniendo como única familia a un anciano tío y a una personita de 7 años que no le echaría mucho en falta, se limitó a desaparecer con el dinero y salir en busca de aventuras, mientras su familia le daba por muerto. Antes de irse, le dejó a la criatura algo parecido a una pista, como promesa de que volvería. Cuando supo del fallecimiento de su tío, regresó a España a buscarle. Con la soledad del tanatorio y un poco de cloroformo consiguió arrastrarle sin problemas hasta su avión privado. “¿Pero dónde estamos?”, habló por fin. “Estamos en las Islas Perlas, en Panamá. Todo este islote me pertenece”. Mientras le hablaba, vio brillar un anillo de boda en la mano de su hermano. Desde luego, toda una vida los había separado. Tal vez era el momento de volver a empezar su historia en el seno de una nueva familia.
Había imaginado esta situación miles de veces. Hablarían durante horas sobre su vida y todo volvería a ser como antes. Ahora, de rodillas en el suelo, con su hermano mirándole a los ojos, no podía parar de hacer preguntas, preguntas que salían mudas de sus labios. Finalmente, él fue el primero en hablar.
Le explicó que cuando tenía 19 años trabajaba para un anciano que siempre le contaba increíbles historias de su juventud, todas ellas sobre grandes fortunas. Cuando murió, él era el único que aparecía en el testamento. ¡Y resultó que aquellas locuras sobre tesoros escondidos eran ciertas! Teniendo como única familia a un anciano tío y a una personita de 7 años que no le echaría mucho en falta, se limitó a desaparecer con el dinero y salir en busca de aventuras, mientras su familia le daba por muerto. Antes de irse, le dejó a la criatura algo parecido a una pista, como promesa de que volvería. Cuando supo del fallecimiento de su tío, regresó a España a buscarle. Con la soledad del tanatorio y un poco de cloroformo consiguió arrastrarle sin problemas hasta su avión privado. “¿Pero dónde estamos?”, habló por fin. “Estamos en las Islas Perlas, en Panamá. Todo este islote me pertenece”. Mientras le hablaba, vio brillar un anillo de boda en la mano de su hermano. Desde luego, toda una vida los había separado. Tal vez era el momento de volver a empezar su historia en el seno de una nueva familia.
Aquí termina mi relato. Dicen las bases que el máximo es de 1000 palabras, así que las últimas 26 van en diferente color, por si alguien quiere no hacerles caso.
Espero que os haya gustado.
María.
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