sábado, 31 de mayo de 2008

Un misterio, una muerte y un matrimonio (II parte)

Bien, ya sé, no me riñáis, me he excedido en unas cuantas palabras pero me niego a seguir recortando la caracterización de mi personaje principal... ¿He aquí el último relato de esta primera fase del concurso?

Un misterio, una muerte y un matrimonio (II parte)

by Leo

Todo empezó tiempo atrás, en una región española. Murcia era, en principio, un sitio tranquilo, apacible, donde nunca pasaba nada. Urbano desde siempre se había sentido un incomprendido. Todos a su alrededor habían tratado de alentar al pequeño genio que llevaba dentro. “Este chico promete”, “Es muy inteligente, “Llegará donde se proponga”. De buena familia, se convirtió desde muy joven en un auténtico quebradero de cabeza para sus padres: coqueteo con las drogas, relaciones sexuales precoces, mentiras… Nunca sabremos por qué una persona que lo tuvo todo, decidió no quedarse con nada. La contradicción definiría su existencia. Murcia, región apacible; Urbano convulsión desenfrenada. A sus 40 años, con el pelo cubierto de canas, parecía un anciano. Se casó joven, fue padre joven, estuvo a punto de ser asesinado joven. Nunca llegó a abandonar oficialmente a la que fuera su mujer durante casi dos décadas. Con 14 años vendía estupefacientes a sus amigos… con 30 formaba parte de una potente red de narcotráfico radicada en Marruecos. Siempre al borde del precipicio. Cuando estuvo fichado en España, y tras pasar una temporada en la cárcel, decidió marchar fuera, lejos, huyendo de sus propios fantasmas, que se tornaron si cabe más feroces a su llegada al país mexicano. Le propusieron un nuevo negocio y se juró a sí mismo que con él “colgaría las botas”, que se alejaría para siempre del fango en el que se había estado moviendo durante toda su vida. Nunca sabremos si Urbano realmente alguna vez creyó en sus propias promesas, pero pensó que se lo debía al gran amor de su vida: su hija.

En México todo se tornó muy complicado desde el principio. Cuando llegó a la colonia en la que iba a vivir, sintió un profundo escalofrío: tuvo el presentimiento de que todo aquello no acabaría bien. Su contacto, un muchacho que no había alcanzado la mayoría de edad, lo acompañó hasta el lugar que haría las veces de casa. Le dio, además, un número de teléfono: Luis, el americano, sería el encargado de ayudarle a montar el grupo-enlace para el tráfico de coca desde Colombia hasta España. Despidió al muchacho y se quedó solo en el departamento. Era una habitación minúscula con una cama y un pequeño hornillo. Dejó su mochila en el asqueroso suelo y durmió profundamente. Al día siguiente llamó por teléfono al americano. Quedaron en el centro de la ciudad, en el zócalo, un sitio muy concurrido en el que pasarían desapercibidos. Luis llevaría una camiseta negra con la bandera mexicana y un poster enrollado debajo del brazo derecho. Fue sencillo reconocerle. Se saludaron fríamente y entraron en una cantina. Su contacto parecía muy nervioso, hablaba muy rápido y estaba constantemente mirando a su alrededor. A su vuelta al departamento se encontró con la puerta entreabierta. Estaba algo mareado, una vez más se había excedido con la bebida. Dudó unos instantes, pero finalmente entró. Encima de su cama estaba el adolescente que lo había recibido el día anterior. Se acercó hasta él y vio cómo las sábanas estaban empapadas en sangre. Corrió a cerrar la puerta. Empezó a temblar, estaba aterrado. Cuando comprobó que no había nadie en la escalera, salió del lugar. Y así fue como llegó a Tepito, donde rara vez la policía hacía redadas; era el sitio más peligroso pero, a la vez, el más seguro de toda la ciudad.

Continuó su misión como si nada hubiera pasado, pero la imagen del muchacho muerto le atormentaba. Durante los meses que siguieron a aquella vivencia, logró alcanzar su objetivo y consiguió montar una potente red de narcos. Su estado mental y físico era patético. Siempre bebido, fumaba compulsivamente y en los últimos tiempos había comenzado a consumir grandes dosis de somníferos. No se soportaba, se aborrecía y ese sentimiento no le dejaba pegar ojo. Pero con su vuelta a España, todo aquello acabaría. Tenía ya comprado el billete de avión cuando llegó la fatídica noche. Casi sin darse cuenta estaba en el suelo, con una fuerte opresión en su espalda, rodeado de policías, bestias enloquecidas, ansiosas. No consiguió ver casi nada. Sólo a Luis bajo el dintel de la puerta.

Fin +26

La palangana, que todavía agarraba con una mano, cayó ruidosamente al suelo y se hizo añicos. Un escalofrío le hizo estremecerse. Era imposible. Había muerto 20 años atrás, al menos eso le habían dicho. Había ido a visitar su tumba en las fechas señaladas, se había visto crecer, año tras año, en el reflejo del blanquecino mármol... No puede ser, se repitió una vez más. Inconscientemente, se llevó una mano al bolsillo y sacó el papel que había leído en el velatorio: “No he muerto”.

Había imaginado esta situación miles de veces. Hablarían durante horas sobre su vida y todo volvería a ser como antes. Ahora, de rodillas en el suelo, con su hermano mirándole a los ojos, no podía parar de hacer preguntas, preguntas que salían mudas de sus labios. Finalmente, él fue el primero en hablar.
Le explicó que cuando tenía 19 años trabajaba para un anciano que siempre le contaba increíbles historias de su juventud, todas ellas sobre grandes fortunas. Cuando murió, él era el único que aparecía en el testamento. ¡Y resultó que aquellas locuras sobre tesoros escondidos eran ciertas! Teniendo como única familia a un anciano tío y a una personita de 7 años que no le echaría mucho en falta, se limitó a desaparecer con el dinero y salir en busca de aventuras, mientras su familia le daba por muerto. Antes de irse, le dejó a la criatura algo parecido a una pista, como promesa de que volvería. Cuando supo del fallecimiento de su tío, regresó a España a buscarle. Con la soledad del tanatorio y un poco de cloroformo consiguió arrastrarle sin problemas hasta su avión privado. “¿Pero dónde estamos?”, habló por fin. “Estamos en las Islas Perlas, en Panamá. Todo este islote me pertenece”. Mientras le hablaba, vio brillar un anillo de boda en la mano de su hermano. Desde luego, toda una vida los había separado. Tal vez era el momento de volver a empezar su historia en el seno de una nueva familia.
Aquí termina mi relato. Dicen las bases que el máximo es de 1000 palabras, así que las últimas 26 van en diferente color, por si alguien quiere no hacerles caso.
Espero que os haya gustado.
María.

domingo, 18 de mayo de 2008

No hay cuarto sin quinto. Una muerte, un misterio y un matrimonio

Me enamoré de mi padre. No era un amor entre hija y padre, era pasión, como puede sentir cualquier enamorado. Él jamás lo supo. Mi padre se llamaba Roberto, era Juez y venía de una familia muy adinerada, gracias a mi padre vivíamos en una casa de cine, no podíamos pedir más. El lujo era algo diario en nuestra vida, disfrutábamos de fiestas casi todas las semanas, nos íbamos de viaje cada poco…teníamos una vida por todo lo alto…
Desde que cumplí los catorce años dejé de verlo como a mi padre, me gustaba, me enamoré, pensaba en él a todas horas. Nadie sabía nada de esto, era algo entre mis sentimientos y yo, algo que nadie podría entender. Que yo lo mantuviera callado no quería decir que mi madre no se percatara, ella percibía algo raro pero no decía nada. Yo fui creciendo y aquel deseo por mi padre también se hacía mayor. Lo lógico hubiera sido odiar a mi madre, pero no lo hice, yo sabía que esa pasión jamás se materializaría, mejor no odiar a nadie más, solo a mi misma por aquel horrible sentimiento. Tener a mi padre cerca era todo lo que podía soñar, su cariño, su olor, su sonrisa…tenerlo cerca me enfermaba, me hacía desearlo con todas mis fuerzas y a la vez castigarme por todo aquello.
Mi madre empezó a sospechar. Una noche, mi padre se quedó dormido en la terraza, yo me quedé sentada en el comedor toda la noche observándolo y mi madre, desde su habitación, observándome a mí, con el tiempo me lo dijo. Intenté inventar una y mil excusas, pero no me creyó, ella intuía algo y ese algo le repugnaba. Mi madre empezó a rechazarme, ya no me trataba con el cariño de antes, ni a mi padre tampoco. Empezó a tratarnos con desprecio y lo que fue peor, empezó a ignorarnos. Mi padre no entendía por qué, yo intenté salvar la situación por todos los medios, pero no hizo falta, mi madre ya había tomado la decisión. A mi no me podía echar de su casa, era su hija al fin y al cabo, pero sí podía deshacerse de su marido, y así lo hizo.
Vivíamos en un barrio de gente adinerada, pero el dinero en muchas ocasiones hace ser extravagante, incluso raro y malvado. Mi madre siempre se había llevado genial con todo el vecindario y ante cualquier problema se había servido de ellos, en esta ocasión no iba a ser menos. Dios sabe cómo, pero mi madre convenció a sus amigas de que mi padre estaba enamorado de mi, me hizo víctima y a él verdugo. Puso a todo el vecindario en contra de mi padre y se valió del Doctor Figueres, íntimo amigo de la familia. Figueres era psiquiatra y asustado por todo lo que le contaba mi madre, historias inventadas, por supuesto, llegó a la conclusión de que había que examinar a mi padre.

sábado, 17 de mayo de 2008

El tercer relato (y 2ª parte)

por Fel

Una tarde hermosa de primavera, si es que a uno le importan estas cosas, Celia toca el timbre del apartamento de Ángel. Él le abre la puerta y la mira fijamente. Ve las manchas de sangre en su camisa y enseguida comprende la terrible verdad. La coge de la mano, la lleva al sofá y empieza a alegrarle el alma con mil preguntas que le susurra al oído:

-Háblame de cómo te hiciste una personita grande. De las cosas que te importaban, y de las que te conmovían. De las trastadas que nunca contaste a tus padres y de los miedos que te hacían perder el sueño.

-Cuéntame si te gustaba tu nombre, o si preferías haberte llamado Irene, Lorena o Anaïs. Háblame de tus cicatrices, de los raspones en las rodillas y de tus juegos favoritos. De si llevabas una mochila llena de libros y lápices de colores, y si compartías tu merienda.

-Dime cómo te imaginabas que sería el futuro, cuando fueras mayor, y ya no te asustara lo que hubiera debajo de la cama ni detrás de las cortinas.

-Cántame las canciones que te gustan, esas que tienes casi olvidadas y resuenan en tu corazón; las que sabías de memoria y ahora te da vergüenza repetir.

Los dos quedan en silencio, un silencio tan elocuente que se puede cortar.

Unas lágrimas resbalan por las mejillas de Celia, porque Ángel ha conseguido que olvide la crueldad monstruosa de su marido. Ambos recuerdan tantos buenos ratos compartidos: sus planes para arreglar el mundo en una cafetería enfrente del instituto, las juergas nocturnas, los paseos por la playa y el mercadillo. Las conversaciones trascendentales acerca de amor, pasiones, artistas… Ahora hablan de cómo hacer para no herirse, mientras inventan nuevos recuerdos y viejas esperanzas.

Esa misma tarde visitan librerías. Compran poesía y cuentos: historias que se leerán el uno al otro, mientras escuchan a Mozart y Amaral, descubriendo mutuamente su significado más profundo. Prometen ser leales y no mentirse jamás. Él le presta toallas limpias y le hace la cama. Vuelven a ver el mar y a desayunar a deshoras. Riegan las plantas. Mantienen tertulias interminables apurando la noche y duermen la siesta sin preocuparse por el reloj. Él prepara la cena y lava los platos. Ella arregla el jardín y le ayuda a recoger. Elaboran una larga lista de asuntos pendientes: ir al cine y al teatro, bailar hasta la madrugada, tomar chocolate con churros y escribir juntos un cuento. Recorrer las tiendas del casco viejo y dejarse zarandear por las olas en la playa. Ser cada vez mejores amigos. Más complices. Creer el uno en el otro. Amarse.

viernes, 16 de mayo de 2008

Añadiendo un poquito más de confusión...

Recordad que nuestro protagonista se encontraba en la sala de un tanatorio, dándole vueltas al significado de un viejo manuscrito...
Por María
Se despertó sobre una almohada empapada en sudor. Aunque sabía que había despertado, no conseguía abrir los ojos. Sólo alcanzaba a distinguir algo que, en el techo, giraba y producía sombras intermitentes en su vista. Mientras intentaba sin éxito mover alguna parte de su cuerpo, que parecía pesar varias toneladas, comprobó con horror que no estaba en su habitación. De pronto, el corazón comenzó a palpitarle con tanta fuerza que parecía que de un momento a otro lo fuera a encontrar ante sus ojos, y la respiración se le aceleró tanto que pensó que iba a perder el conocimiento de puro pánico.
Al fin, tras unos minutos que bien podían haber sido una vida entera, empezó a cobrar la movilidad del cuerpo y a punto estuvo de gritar pidiendo ayuda, pero cuando iba a hacerlo, se le antojó que lo más sensato era mantener la calma y no alertar a un posible atacante.
En la habitación no había casi nada: una cama de hierro, sin ningún adorno; una mesilla con una pequeña lámpara, un perchero vacío y una mesita con una palangana de agua fresca. No pudo evitar hundir las manos y remojarse la frente, todavía llena de sudor. Miró hacia arriba y observó que un viejo y sucio ventilador daba vueltas torpemente sobre su cabeza, y sintió el estúpido temor de que le cayera encima. ¿Cómo podía preocuparse por eso en su situación? No sabía dónde se encontraba, ni quién le había llevado hasta allí, ni cuánto tiempo había pasado durmiendo. Miró por la ventana, y su inquietud no hizo más que aumentar; ni siquiera estaba en su ciudad. Si no fuera por las circunstancias, habría admitido que la vista era hermosa. Todo verde. A decir verdad, demasiado verde. ¿Qué lugar era aquél?
De pronto, escuchó unos pasos que se acercaban. Vació el agua del recipiente y lo agarró con fuerza. Era lo único que tenía a mano. Corrió sigilosamente a esconderse tras la puerta. El picaporte se movía lentamente; quien estuviera al otro lado iba a entrar de un momento a otro… ¡zas!
El extraño quedó tendido en el suelo, boca bajo. Se agachó para darle la vuelta. Cuando vio su cara se le heló la sangre. ¡No podía ser!

lunes, 12 de mayo de 2008

El cuarto relato (¡todo de una!)

Una muerte, un misterio y un matrimonio
Por Ruth
Abrió la ventana de la habitación para que un poco de aire la refrescase, llevaba tan ajustado el vestido blanco que le faltaba la respiración por momentos.
Ahora, tras haber sido peinada, maquillada y vestida por profesionales, estaba sola.
Una carta descansaba sobre la cama, pero no quería ni mirarla. Puede que la abriese después. ¡Qué demonios!, sabía que no la abriría nunca. Desgarrar el sobre para descubrir las palabras que llenaban lentamente el papel le supondría renunciar a algo y no estaba dispuesta a hacerlo.
Al sonar un claxon, guardó el sobre en uno de los cajones del escritorio y bajó cuidadosamente las escaleras para no pisarse los bajos de la falda mientras su madre le metía prisa.
En el trayecto mantenía la vista fijada en el vacío que le ofrecía la ventanilla. ¿Debería haber abierto la carta? ¿Qué habría supuesto para ella?
Tal vez un poco de palidez en sus mejillas y unos minutos de su tiempo. O puede que también hubiese que sumar a la lista un mar de dudas. En todo caso, ya era tarde. Ya iba de camino a su destino.
Cuando el coche paró frente a la iglesia alguien abrió su puerta para facilitarle la salida. Bajó elegantemente del vehículo y miró en derredor. Algunos de los invitados la habían esperado en la puerta y la observaban asombrados ante su inesperada belleza. Otros, por su parte, cuchicheaban entre ellos criticando el efímero atractivo que despedía la novia por una vez en su vida.
Supuso que aún estaba a tiempo de echar a correr, pero no sabía si realmente quería hacerlo.
Tomó el brazo que le tendía su padre y se internó en el templo bajo las ojeadas de los asistentes. Detectó alguna mirada seria, puede que de envidia, entre la explosión de sonrisas y se obligó a sí misma a sonreír mientras avanzaba hacia el altar. Allí la esperaba un hombre en la treintena. Incluso desde la puerta sentía su arrogancia y sus ojos de un azul imposible clavados en ella.
Aún estaba a tiempo…
Los niños del coro cantaban al son de la orquesta hasta que llegó al altar, se colocó al lado de su futuro marido y el cura empezó a oficiar la ceremonia.
“¿Qué hago aquí?”, se preguntó mientras el párroco leía una página de la Biblia. “¿No estoy siendo una cínica? ¿No debería largarme?” Otra voz en su interior que no estaba segura que fuese suya le respondió que no.
Miró hacia su derecha y trató de ver más allá en los insondables ojos de él, que no se desviaban del cura. Sabía que nunca sería feliz, no así, no con él. Y, no obstante, permanecía en su puesto, haciendo lo que todos le decían que debía hacer.
Tras los soporíferos primeros minutos llegó la hora de dar su aceptación. Sabía lo que él diría, pero ¿sabía lo que diría ella?
Él asintió y respondió afirmativamente a la pregunta crucial mientras un atisbo de falsa sonrisa se asomaba a sus labios.
El turno de ella. El cura repitió la misma cantinela hasta el final. ¿Qué debía hacer? Sintió los ojos de él, expectantes. Sintió los ojos de la multitud, más de doscientas personas, taladrando su nuca.
Se arrepintió de sus palabras en el mismo momento en el que las pronunciaba: un débil “sí, acepto”.
La ceremonia llegó a su fin con el beso de los nuevos marido y mujer. Se miraron a los ojos intentando sonreír, sin conseguirlo.
Una parte de los invitados salieron corriendo de la iglesia para poder coger un sitio en el parking del hotel donde celebrarían el convite; otros fueron a las puertas para aprovisionarse de arroz y otros tantos se quedaron dentro viendo las fotos para las que posaban con una sonrisa impuesta en sus bocas.
A la salida, una lluvia de granos de arroz roció a los novios, que intentaron zafarse con las manos. El padre del novio descorchó una botella de “Don Perignon” y sirvió dos copas al recién estrenado matrimonio. Ambos se miraron y bebieron de la copa del otro.
Se dispusieron a bajar los escalones y él intentó cogerla de la mano para quedar bien en los vídeos, pero ella se escudó en que debía sujetarse la falda con las dos manos para no tropezar con nada.
Y entonces, al bajar el primer escalón, sucedió: los granos de arroz que bañaban el suelo unido a los zapatos nuevos provocaron un resbalón de la novia que cayó de lado, escaleras abajo, sin dejar de sujetarse la falda.
Todas las cámaras de aquel día grabarían la cara de sorpresa de ella, pero no captarían su dolor de cuello y el repentino desvanecimiento de éste.
Se levantó poco a poco, maldiciendo entre dientes, y no fue hasta que se incorporó del todo cuando vio que sus invitados seguían mirando con lágrimas en los ojos, completamente paralizados, a sus pies.
No lo podía creer, pero no se dio cuenta hasta que miró hacia abajo que, al levantarse, había dejado su cuerpo atrás.

sábado, 10 de mayo de 2008

El tercer relato (1ª parte)

Una muerte, un misterio y un matrimonio

por Fel

Después de ocho años casados, Celia y Javier parecían más felices que nunca. Infinitamente más felices que cualquiera de las parejas que poblaban el barrio. A sus amistades les sorprendía descubrir que cada día se mostraban un poco más dichosos, más unidos, como si acabaran de enamorarse. Algunos aseguraban que esa felicidad era una fachada con la que disimulaban su rencor. Otros se habían conjurado para que el matrimonio acabara hundiéndose el día menos pensado. Pero la mayoría de sus amigos coincidía en que Javier y Celia formaban una pareja encantadora.
Basta pasar con ellos los sábados por la tarde, cuando salen a tomar unas copas, para darse cuenta de cómo se preocupa el uno por el otro, con un aprecio que va más allá de lo normal. No puede decirse que sean abiertamente cariñosos. Les gusta mantener una cierta reserva sobre sus propios sentimientos ante los demás. Nunca, al menos en público, se les ha visto excederse en muestras de afecto. Quizá el observador atento sea capaz de detectar algún ademán en Celia, que revele cierta tensión, un rictus de dolor que apenas trasciende.
Javier suele hablarle a Celia con la mirada, desde el centro exacto de sus pupilas, atentas a todo lo que acontece. Le habla desde ese lado que ella no conoce y que no alcanza a comprender, porque ambos tienen un lado oculto para el otro, que prefieren no descubrir. Esa parte desconocida de él y el recelo de ella ha ido transformándolos hasta convertirlos en dos desconocidos. Dos absolutos desconocidos. Ante la perplejidad de Celia, la única respuesta de Javier ha sido el silencio, las humillaciones y últimamente los aldabonazos que ha de soportar a causa de ese mismo silencio.
Javier siempre tiene mucho trabajo en la redacción del periódico y esa es la excusa idónea para sus frecuentes ausencias. Mientras, Celia tiene que hacerse cargo de las tareas del hogar, las compras, la cocina, el jardín, la atención a su madre enferma y sus estudios de arte en la universidad. Con el paso del tiempo, Celia se ha vuelto básicamente una mirada que tiembla cada vez que él gira el cuerpo y le esquiva en la cama, incapaz de recuperar el sueño. Ella deja sus pensamientos colgando, suspendidos en la araña de cristal que preside en el dormitorio el deterioro completo de su relación.
Celia guarda un secreto. Le encanta pintar caballos. Se encierra en su cuarto para inspirarse, emborronando una y mil veces las acuarelas que un día le regaló su mejor amigo. Lo hace cada noche, sin saber muy bien qué es lo que tiene que ocurrir, como en la secuencia final de alguna película francesa, como en una canción que habla de la mujer que aguarda a un amor lejano. Celia busca ansiosamente algo, no sabe muy bien qué, en el perfil iluminado de la ciudad, en la luna solitaria que acaricia el jardín.
Ángel, antiguo compañero de Celia en el instituto, siempre ha estado a su lado: un joven de ojos eléctricos y salvajes, dos abismos que interrogan continuamente. Es el predilecto de Celia, porque siempre le hace las preguntas más difíciles, aquellas que no tienen respuesta. De todos los caballos que pinta Celia, el más bonito es siempre para Ángel.