Un nacimiento, un divorcio y un misterio resuelto
Por Fel
Podría empezar diciendo que esta historia fue relatada por primera vez hace trescientos años, con multitud de detalles que jamás conoceremos. Los hombres y mujeres que entonces la vivieron y para quienes fue un asunto de vida o muerte, hace mucho que han muerto. Los lugares en los que discurrieron sus protagonistas ahora yacen cubiertos de polvo y olvido; la ciudad donde tuvo lugar se ha ido desvaneciendo hasta dejar de existir.
Pero empezar así sería mentir. Esta historia sucedió hace poco en una ciudad cualquiera. El suceso no tuvo trascendencia alguna, más allá del entorno de los implicados. Los protagonistas son gente ordinaria, con defectos y miserias, con problemas e ilusiones; seres humanos que nunca han salido en la prensa rosa ni pertenecen a ningún cuento de hadas. Si no mencionamos sus verdaderos nombres no es por ocultar su identidad, sino porque su vida no le importa a nadie.
Marta trabajaba como limpiadora en una empresa y Manuel era representante de una editorial. Llevaban mucho tiempo queriendo tener hijos y se afligían por su suerte. Manuel era hijo único y en caso de no tener descendencia, su apellido se perdería para siempre. Él tenía 51 años y Marta 42. Al caer el día, ambos lamentaban una y otra vez que su mayor deseo no se hacía realidad. Una noche, después de cenar, Marta salió de casa y le dijo a su marido que iba a pedir prestado un poco de arroz a una amiga. En realidad, fue a visitar a un vidente africano que le dio un remedio secreto para concebir un hijo.
Fue, por tanto, un gozo enorme y un alivio inmenso para la familia cuando, tras una espera de catorce años, nació un niño. Decidieron llamarle Miguel, que significa amigo de Dios.
Cuando Miguelito vino al mundo, todos, excepto el recién nacido, rebosaban de alegría. Sus padres contemplaban al bebé arrugado, rojo como una granada, que inspiraba un sentimiento de piedad, ya que al entrar en la vida había entrado en la muerte. Inmortal todavía nueve meses atrás, como una idea eterna, estaba ya a merced de la guadaña. Cuando un recién nacido abre los ojos por primera vez, el universo vuelve a nacer a través de él. Le abre al mundo puertas para entrar y así existir.
Había en aquella belleza serena del niño una luz radiante que le singularizaba entre su generación. Conforme iba creciendo, se entregó a las artes, al dibujo y la pintura. El mundo que le rodeaba parecía incapaz de retenerlo y cautivarlo. Manuel y Marta sabían que Miguel jamás había tocado a ningún ser humano por propia iniciativa. Ni siquiera se enternecía ante las caricias de su madre. Miguel creció con un temperamento sensible, pero en su corazón anidaba una frialdad inescrutable que nadie lograba comprender.
El joven empezó a ganarse la vida como pintor, y pronto cosechó una amplia clientela en toda ciudad. Llegó el momento en que Marta empezó a hacer planes para su casamiento y descubrió que para este joven, al que cualquier mujer podría sentirse feliz de llamar marido, la idea del matrimonio le resultaba tan remota como la de la muerte. Miraba el rostro de su hijo mientras dibujaba en su estudio y le embargaba una cruel aprensión: ¿Habían servido para algo sus sacrificios y su dolor? Miguel admiraba la belleza en las mujeres como la admiraba en las flores o en las pinturas y siempre se mostraba cortés con ellas. Ni en su rostro ni en su corazón mostraba señal alguna de amor.
Una noche, en una fiesta, Miguel conoció a una muchacha tan bella como jamás ningún artista pudo soñar jamás. Desde entonces, aquella joven, llamada Marisa, pareció sacarle de su ensimismamiento. Le intrigaba la vida intelectual de la muchacha, que se dedicaba a investigar la filosofía; le hacía preguntas sobre sus cuatro hermanos y disfrutaba con cada gesto y palabra suya. Una mañana, le pidió que posara como modelo para uno de sus lienzos. Ella, después de pensarlo, aceptó. Cuando terminó el cuadro, Marisa enmudeció al verse reflejada en aquella tela. Miguel la besó y le propuso matrimonio. La boda se celebró a los tres meses, y fue la ceremonia más vistosa y alegre que nunca recordaban los mayores del lugar.
De ninguna otra manera podía Miguel hacer más fielmente suya a Marisa sino capturando en el lienzo cada matiz de su cuerpo, su belleza entera, retocándola y adobando con su pincel cada detalle, inmortalizándola de manera que nadie pudiera nunca separarles. Llegó a realizar más de cien cuadros con ella como modelo.
Pasaron dos años, y un día Miguel invitó a otra joven a posar desnuda para él. Desde ese día, el artista siguió retratando a cuantas mujeres despertaban su curiosidad. En su estudio guardaba celosamente la colección de retratos de todas aquellas que había conocido y a las que había capturado con su paleta.
Una noche de agosto en la que no podía dormir, Marisa entró en el estudio y descubrió aquella galería secreta de mujeres que su marido había inmortalizado con pasión.
A la mañana siguiente, se lo echó en cara:
-Nunca me habías dicho que tantas mujeres seguían posando para ti.
-No pude dejar de hacerlo. Es superior a mis fuerzas. Cualquier belleza que contemplo, he de plasmarla en mi lienzo.
-Me prometiste que no habría nadie más.
-Lo sé, pero realmente no siento más por ti que por ninguna otra.
Aquellas palabras golpearon el corazón de Marisa.
- Entonces habremos de separarnos. No deberás hablar nunca de mí. No deberás pensar nunca en mí. Y destruirás todos los cuadros que hayas hecho de mí.
Apretó los labios, hizo la maleta y al poco tiempo abandonó aquella casa para siempre.
Marta contempló la escena en silencio. Entonces recordó la maldición que aquel vidente africano le lanzó al terminar su consulta muchos años atrás: tendrás un hijo espléndido y dulce, como me pides, pero con un corazón de hielo, incapaz de amar. Y lloró amargamente.
lunes, 30 de junio de 2008
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9 comentarios:
¡Muy bonito! Me encanta, sobre todo la primera mitad, hasta el nacimiento de Miguel.
Fel tú si que te has salido... Es redondo, de una pieza y termina de forma magnífica. BIen solucionado el misterio.
chapeau!
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