Un nacimiento, un divorcio y un misterio resuelto
por Leo
En una ciudad cualquiera, en un lugar cualquiera, en un momento cualquiera… entró en la gran sala. Se sintió observado, pero sólo meses más tarde trataría de interpretar aquella mirada, sólo cuando había quedado profundamente enamorado de ella, sólo cuando necesitó creer en algo que se tornaba imposible, en algo que se transformó en una desgarradora quimera. Marcos no podía soportar el enorme peso que le ahogaba, el alma destrozada, con su mente, lejos muy lejos, en ella, sin ella saberlo. Hacía meses que la añoraba, acaso no lo había estado haciendo toda su vida… Pero ahora, ahora que la sentía constantemente en el ensueño de la noche, empezó a sufrirla desesperanzadamente. Ana, aunque aparentemente a su lado, nunca lo había estado. Y él no fue consciente de ello hasta "10 malditos meses" más tarde.
Marcos se consideraba un chico normal, aunque superados los 30, no pasaba desapercibido para los que le rodeaban. Era alto, pelo oscuro, tez morena… De rasgos fuertemente marcados, su rostro no reflejaba atisbo alguno de sufrimiento. Sí, realmente la vida se había portado bien con él, aunque como solía decir, era él el que había tratado con mimo a su propia existencia. Y tras tanto tiempo saboreando el éxito de quien se cree afortunado, sentía que ya nada tenía sentido sin ella. Ana se cruzó un día casualmente en su camino y aunque en un principio no la advirtió, al final sólo la veía a ella. La chica no era especialmente bella, ni atractiva, ni culta, ni tan siquiera dulce… Pero tenía un alma exquisitamente limpia, transparente, franca, como sus pequeños ojos azules. Y fue precisamente esa verdad la que atrapó al joven. Porque la intensa mirada de Ana era su única verdad…
Aparentemente, Marcos y Ana tenían poco en común, aunque a tenor de él, sus espíritus formaban un todo que el destino había querido cruzar de manera casi caprichosa; él, que creía más que nadie en las señales que van marcando el camino de cada hombre, interpretó la aparición de ella como un claro signo, como el encuentro –al fin- de su “otra” alma. Y eso que, en principio, ambos eran francamente diferentes... Ante todo, Marcos había tenido una infancia plena, una adolescencia poco accidentada, enormemente solazada... Su identidad se había ido forjando muy poco a poco, como el viento esculpe la roca, el chico fue “bien construido”, estaba hecho de una pieza. Por el contrario, Ana, empezó a ir al psiquiatra apenas cumplidos los 14, su existencia había transcurrido aceleradamente -quemó varias etapas sin ni tan siquiera ser consciente de ello-, había querido vivir intensamente pero al final, superados los 30 y tras un devastador divorcio, estaba hecha añicos.
Esta situación estuvo muy clara para Marcos desde el principio y por eso quiso ayudarla. Estaba convencido de que él podría “reconstruir” a Ana, devolverle la infancia perdida, la adolescencia robada, la juventud quemada, el amor truncado... pero Ana no se dejó. Porque Marcos quería salvarla, pero Ana no veía en Marcos a ningún salvador. Porque Marcos amaba en exceso, la amaba en exceso, y Ana no amaba, porque no sabía amarse...
Puede que fuera por su aparente plenitud por la cual él se sentía libre y sin embargo ella era un ser enjaulado, agobiada por su existencia, ahora también agobiada por un embarazo no deseado. La infelicidad de Ana era un misterio para ella misma, mas no para Marcos. Porque lo que ella desconocía es que nunca alcanzaría la –plena- libertad ya que estaba atrapada en sí misma, encarcelada en su propio yo. Esta aterradora verdad había permanecido oculta para todos, menos para Marcos. Pese a esta terrible revelación, cuando estaba junto a ella, la miraba a los ojos, a sus pequeños ojos azules, y lo veía todo. Ella asentía, lo escuchaba embelesada, pero lo miraba y no veía nada. Porque él lo tenía todo menos a ella. Y sin embargo ella, tan solo lo tenía a él.
Marcos siempre había buscado algunos momentos para permanecer en su soledad. Pero desde que la conoció, sólo deseaba “pensarla”, “recrearla”, “vivirla”... Ana “pasaba” junto a él todas las noches, por eso el joven estuvo durante los “malditos diez meses” sin pegar ojo, porque estaba junto a ella y esto era lo único que podía curar su alma hendida. Durante todas esas largas madrugadas, Marcos vivió con pasión el cuerpo de ella: su espalda, sus manos, sus pechos. Soñaba con descansar sobre los pechos de Ana. Y Ana no soñaba con nada, porque estaba seca.
A pesar de ese anhelo constante en el que estuvo sumido, Marcos era feliz. A pesar de que ningún anhelo fue vivido por Ana, ella no lo fue nunca. Porque él estaba enamorado del mundo y ella no supo vivirlo con apasionamiento.
Al final, tras aquellos meses soñando con lo que nunca sería, cada uno siguió su camino. La calma volvió al espíritu de Marcos. No sucedió tal circunstancia en el caso de Ana; ya cada uno había marcado en vida sus irremediables destinos.