Una muerte, un misterio y un matrimonio
por María
Sintió que le estallaba el corazón. Como si la realidad le golpeara fuertemente en la cabeza. Hasta ese momento, la Muerte no era más que un rumor, una leyenda que había ido de boca en boca y que contadas veces se había cruzado en su camino. En lo más profundo de sí, todavía tenía la infantil esperanza de que no fuera real. Hasta ese momento, la Muerte no había existido. Pero ahora su tío, su única familia, yacía sin vida. Estaba allí, ante sus ojos, al otro lado del cristal.
Hacía ya veinte años que había sufrido la última muerte cercana, la de su hermano. Pero ésta nunca la tomó como cierta. No la vio. Había llorado la pérdida, la ausencia, pero nunca la muerte. No, nunca fue real.
Una vez más, se dio la vuelta, mirando alrededor, deteniendo su mirada en la puerta. Nadie. Igual que hacía una hora; igual que ocurriría dos horas después. Nadie. Nunca había sentido tanta soledad como en ese momento. Aun así, pensó que tal vez sería adecuado decir unas palabras, aunque nadie más las oyera. Sacó de su bolsillo un papel arrugado y amarillento que siempre llevaba encima. Se lo dio su hermano, aunque él no era el autor del texto. Conocía su contenido de memoria, pero no pudo evitar leerlo una vez más:
“No vayáis a mi tumba y lloréis. /No estoy allí, no duermo. /Soy miles de vientos que soplan. /Soy copos de nieve que centellean. /Soy trigo dorado al sol. /Soy una suave lluvia de otoño. /Soy las estrellas que brillan por la noche. / No vayáis a mi tumba y lloréis. /No estoy allí, no he muerto.”
Por primera vez reparó en que estas últimas palabras resaltaban sobre el manchado papel, y las repitió mentalmente. “No estoy allí, no he muerto”. Nunca había entendido por qué su hermano mayor le había dado esto cuando sólo tenía siete años. ¿Tendría algún significado?
Hacía ya veinte años que había sufrido la última muerte cercana, la de su hermano. Pero ésta nunca la tomó como cierta. No la vio. Había llorado la pérdida, la ausencia, pero nunca la muerte. No, nunca fue real.
Una vez más, se dio la vuelta, mirando alrededor, deteniendo su mirada en la puerta. Nadie. Igual que hacía una hora; igual que ocurriría dos horas después. Nadie. Nunca había sentido tanta soledad como en ese momento. Aun así, pensó que tal vez sería adecuado decir unas palabras, aunque nadie más las oyera. Sacó de su bolsillo un papel arrugado y amarillento que siempre llevaba encima. Se lo dio su hermano, aunque él no era el autor del texto. Conocía su contenido de memoria, pero no pudo evitar leerlo una vez más:
“No vayáis a mi tumba y lloréis. /No estoy allí, no duermo. /Soy miles de vientos que soplan. /Soy copos de nieve que centellean. /Soy trigo dorado al sol. /Soy una suave lluvia de otoño. /Soy las estrellas que brillan por la noche. / No vayáis a mi tumba y lloréis. /No estoy allí, no he muerto.”
Por primera vez reparó en que estas últimas palabras resaltaban sobre el manchado papel, y las repitió mentalmente. “No estoy allí, no he muerto”. Nunca había entendido por qué su hermano mayor le había dado esto cuando sólo tenía siete años. ¿Tendría algún significado?